Mi piel es de tono claro, nada que ver con el marrón que bien abriga cada rincón del perfil de mi padre: mexicano por nacimiento, y estadounidense por lucha.
Nada que ver con el sinnúmero de veces que ha tenido que abandonar un avión para ser registrado —por segunda vez- como “medida de seguridad”. “Parece terrorista, señor”, jamás le han dicho, pero él lo lee en el tono tambor del militar, en su rudeza valemadrista al catearlo, en sus ojos que no esquivan. Y tras ingresar de nuevo a la nave, al recorrer ese pasillo angosto hasta llegar a su asiento designado, lo escucha en las miradas que lo acusan y sentencian sin remordimiento alguno. Sin saber. Sin entender.
Él solo se sienta, cruza sus brazos, cierra los ojos, y ruega a Dios que el vuelo pronto llegue a su destino. “¡Otra vez no!”, gritan erizados los bellos que recorren su cuerpo. Aún así, no abre los ojos.
Mi piel es blanca, el color puro, dice la muchedumbre americana: sí, el continente entero.
Nada que ver con las cuantiosas paradas de tránsito que ha sobrevivido mi padre, y las que ha ganado a palabras, milagrosamente, al conducir de la seguridad de su hogar a las paredes emplastadas que le brindan su pan de cada día.
Nada que ver con las muchas veces que arriesgó su vida cruzando desierto y túneles y carreteras en cajuelas, ante el peligro de fuego abierto, y agente incrédulo; su fin no sería en una celda migratoria, se dijo vez tras vez, con esposa, madre, hermana y hermanos a un lado —ni lo será.
Mi piel es color “safe“, pese que yo misma no lo haya designado como tal.
Y cuando separo mis labios y denuncio mi credo, nadie titubea, ni cuestiona, ni malinterpreta. “Americana”, me dicen, “tu inglés es perfecto”, alagan: sin tono, ni acento, ni patrones de abandonapatria vigentes, aseguran.
“Tú no eres mexicana”.
Nada que ver con la lengua quebrada que mi padre utiliza a diario para proveer estabilidad material y espiritual a su familia de nueve. “Daddy“, le comento entre risa, como la hija afortunada, privilegiada porque no nació en terreno ajeno, que soy, “how do people understand you?“, y solo sonríe. “This is my home“, habla sin hablar.
Llevo años redactando sus cartas, traduciendo sus encuentros, explicando y disecando ley tras ley para sus ojos y oídos y manos que hacen maravillas por los suyos; que emprenden una batalla diaria para comprobar que no todos son malvivientes, como dicen unos.
Como amenaza uno.
Mi papá es inmigrante.
Mi mamá es inmigrante.
Mi familia entera lo es.
Y la tuya, también.
Echando por la ventana un segundo el órgano reproductor que yace entre mis piernas, yo sé lo que es ser libre: yo sé lo que es no temer la autoridad, yo sé lo que es no ser discriminada por mi modo de habla, por mi descolorada tez.
Yo sé lo que es no ser inmigrante, lo que es ser blanca.
Mi papá, no.
Mi mamá, no.
Mi familia entera, no.
Y la tuya, no.
“Pero aquí, el tono de tu piel no importa. Tú eres libre en The Land of the Free“, dicen.
Y aquí no, entre comillas, en cuento tras cuento redactado por historiador patriótico, en cárceles repletas de “criminales” y en callejones designados solo para la minoría obrera.
Aquí no.
Pregúntale a mi padre.
Él también te dirá que aquí no.
Y él solo se sienta, cruza sus brazos, cierra los ojos, y ruega a Dios que este viaje, este inconsciente viaje politizado, pronto llegue a su destino.
Aquí no, dicen… pero sí.